/TEORIA//PSIQUIATRIA DINAMICA/ Lo normal y lo patológico en el marco de los trastornos de la personalidad
María del Carmen Azpiroz Núñez. Gabriela Prieto Loureiro
I. Criterios generales de normalidad y anormalidad. En relación a la psicopatología cuando referimos a psicosis, a neurosis o a trastornos de la personalidad, etc. podremos distinguir criterios de anormalidad , ya sean estos estadísticos, legales, subjetivos, socioculturales y biológicos. Comenzaremos en este trabajo por una revisión breve de dichos criterios.
Desde un criterio estadístico de normalidad, la palabra “normal” indicaría la conformidad con la regla, que no se aparta del promedio. Desde un punto de vista psicológico, implicaría que las variables psicológicas están distribuidas de manera normal en la población general. De acuerdo a Vidal (1986, pag 199), “es normal lo que se manifiesta con cierta frecuencia en la población total, según la edad, sexo, raza, procedencia, etc.” Como sostiene Bergeret (1980, pág 29) “la normalidad se enfoca en la mayoría de los casos en relación con los demás, con el ideal o la regla”. Lo anormal, en contraposición, implicaría una desviación de la norma.
Estos criterios cuantitativos antemencionados son muy difíciles de aplicar al ser humano. Y específicamente, para el caso de los trastornos de la personalidad, cabría preguntarse entonces: ¿a partir de qué número de rasgos de la personalidad considerados “anormales” puede diagnosticarse un trastorno? Ya Jaspers en 1946 ( pág. 489) sostenía lo siguiente “al interrogante cuánto y por qué son anormales los caracteres no hay ninguna respuesta posible. Tenemos que estar conscientes de que lo “anormal” no es una comprobación efectiva sino una valoración”. Como ya ha sido largamente debatido, existe el peligro de confundir lo “normal” con lo que se considera habitual. Las manifestaciones psicológicas no pueden reducirse a medidas cuantitativas salvo muy excepcionalmente. Además, no puede considerarse que algo por ser común sea siempre normal. A modo de ejemplo, vemo que hoy se han generalizado en forma contundente las quejas hipocondríacas, pero no por eso, las consideramos “normales”. Si pensamos en los trastornos de la personalidad ocurre lo mismo; si bien vivimos en una sociedad que valora la explotación interpersonal como adaptativa, no por eso estaríamos en el terreno de la salud. Ocurre algo similar con el trastorno de personalidad por dependencia. Hoy en día, se valora al ser humano independiente, que muestra autosuficiencia y cualquier rasgo de dependencia es considerado un signo de debilidad. Sin embargo, hay niveles normales de dependencia y la categoría del DSM IV de trastorno de la personalidad por dependencia, aún con defectos, tiene por objetivo registrar un nivel de dependencia extrema patológica.
El DSM IV-TR reconoce que el diagnóstico de trastorno de la personalidad no es objetivo sino que se trata de una construcción social. La idea general de normalidad como aquello que se adapta a costumbres y comportamientos típicos de la cultura y la patología como comportamientos atípicos o distintos, se conserva para los trastornos de la personalidad e influyen en su diagnóstico. Este reconocimiento supondría ventajas y desventajas. En una sociedad que por ejemplo, valora el individualismo, el éxito personal y menosprecia la dependencia, es probable que los rasgos de personalidad narcisista deban ser muy intensos para reconocerse como tales. De hecho, Millon (2006, pág. 12) señala que las personalidades narcisistas han ido en aumento. Lamentablemente, todos sabemos que también son valorados en nuestra sociedad ciertos rasgos antisociales ya que demuestran competitividad, capacidad de actuar con frialdad en un mundo que desprecia a los débiles. Es por esto, que el criterio sociocultural aunque muy idealizado en determinados momentos históricos de la evolución de las ideas en psicopatología tampoco resulta suficiente en sí mismo.
Los criterios socioculturales (sobre los que se insistirá más adelante) son fundamentales a la hora de valorar la salud y la enfermedad mental. Distintas épocas y distintas culturas han entendido diferentes estados del individuo como patológicos o normales. Los patrones de conducta desadaptativos del trastorno de la personalidad, son considerados en un determinado contexto cultural. Esto sería así porque cada grupo o sociedad, dispone de un sistema de normas y no existen conductas humanas que sean normales o anormales en absoluto, sino con respecto a un contexto. El concepto de “cultura” es también controversial ya que no es fácil definirla. Alarcón (1986, pág 629) ofrece una definición que puede resultar operativa: “el conjunto de modelos compartidos por los individuos de una comunidad y aplicados diariamente a su comportamiento”.
Es importante subrayar que al hablarse de adaptación, no sólo se está refiriendo a la adaptación con el medio ambiente sino también a la adaptación intrapersonal que implica una relación armónica y equilibrada con uno mismo.
Los criterios legales, si bien no son propiamente psicopatológicos, tampoco pueden ser desconocidos en la práctica de esta disciplina. Como sostiene José Gutiérrez Maldonado (2000, pág. 37) , “casi todas las legislaciones toman en consideración dos condiciones para determinar la irresponsabilidad y, por tanto, la imputabilidad: la conciencia del acto y su significación y/o la capacidad de controlar la conducta”.
Los criterios subjetivos implican el reconocimiento del sufrimiento o malestar personal así como también el posible pedido de ayuda. El sentimiento subjetivo de malestar puede ir desde la angustia, el miedo, culpa etc. hasta un sentimiento mas vago y borroso, difícil de definir, que, de acuerdo a José Gutiérrez Maldonado (2000, pág.37) implicaría “una cierta impresión de inadecuación de la propia conducta en relación con el entorno social o cultural”.
Hay que tener en cuenta, que la mayoría de los trastornos de la personalidad son egosintónicos y por tanto los sujetos no tienen conciencia de su estado ni de su trastorno. Sin embargo, esto no implica que no sufran las consecuencias de su trastorno; de ahí el criterio clínico diagnóstico del DSM IV- TR con respecto a que dichos trastornos, afirmando que “provocan malestar clínicamente significativo y/o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del sujeto”. Se puede considerar que la conciencia del propio padecimiento forma parte de un concepto de salud mental centrado en el sujeto (subjetivo) y no meramente normativo. Es por eso que autores como Ricón (1991, pág. 21) definen la salud como “un estado fluctuante que tiende al bienestar, en el que el individuo pueda detectar e intentar corregir signos o síntomas de enfermedad o padecimiento” (subrayado nuestro).
En el caso de los trastornos de la personalidad, es posible considerar también el malestar que varios de estos sujetos producen en los otros, llegando incluso- como en el caso de los pacientes con trastorno antisocial de la personalidad- a sentir placer con el sufrimiento ajeno o, como en el caso de los narcisistas, a ser indiferentes con el malestar de los demás. Esto se vuelve muy visible por ejemplo, en los centros de salud, donde los pacientes con trastornos de la personalidad suelen generar problemas y una predisposición negativa por parte del personal que los atiende. Como sostiene Elkin (1998, pág 207), “las personas con trastornos de la personalidad suelen generar considerable incomodidad y otras reacciones emotivas en los proveedores de cuidados para la salud”. Estas respuestas ocurren mayormente ya que las defensas de estos pacientes son primitivas y a menudo proyectan sus emociones conflictivas en las personas que cuidan de ellos.
En cuanto a los criterios biológicos, los mismos han adquirido una importancia creciente en la etiología de los trastornos de la personalidad (sobre todo de algunos trastornos en particular como el antisocial), sin desconocer los otros factores que están en juego.
II- Conceptos de salud y enfermedad mental vinculados a los trastornos de la personalidad.
La OMS ( 2001) sostiene que “la salud mental es un estado sujeto a fluctuaciones provenientes de factores biológicos y sociales, en que el individuo se encuentra en condiciones de conseguir una síntesis satisfactoria de sus tendencias instintivas, potencialmente antagónicas, así como de formar y mantener relaciones armoniosas con los demás y participar constructivamente en los cambios que puedan introducirse en su medio físico y social”. Se trata de una definición extensa y compleja pero que resulta interesante para pensar justamente el lugar de los trastornos de la personalidad, donde lo que se encuentra afectado de manera fundamental es la relación “armoniosa con los demás” así como la capacidad de adaptarse y de contar con relaciones interpersonales constructivas.
Silvadon y Duchene (citado por Ricón, 1991, pág.22) proporcionan una definición de salud mental que resulta rica en su contenido, en cuanto integra diferentes dimensiones del sujeto. Sostienen que la salud mental “ debe ser considerada en cada momento de la historia del individuo y en función a la vez de su medio y de su historia anterior, como una resultante de fuerzas contradictorias, de las cuales apreciaremos no sólo el carácter positivo o negativo, sino especialmente su dirección con respecto a los objetivos futuros fijados por juicios de valor”.
Varios autores como Sainsbury (1978, pág 68) destacan como criterio de salud mental, la estabilidad, que sólo se logra si el sujeto logró desarrollarse hasta tal punto que su personalidad es madura e integrada. Sin embargo, el concepto de estabilidad ha traído problemas ya que se trata de un criterio poco realista. Un sujeto no es más “normal” que otro por ser estable sino sobre todo porque su conducta, pensamientos y sentimientos se adapten en gran medida al contexto en el que se encuentra.
¿En qué consiste entonces la enfermedad mental? Está claro que dicho concepto debería al menos intentar integrar los criterios mencionados en la primera parte del presente trabajo. Ricón (1991, pág. 25) ofrece su propia definición de la enfermedad mental que va en dirección a esta perspectiva señalada. Se trata de “un estado con diferentes características según la cultura y la época, que se vincula con sufrimiento, desarmonía, afectos no pertinentes, deterioro del cuerpo anatómico- fisiológico”. La enfermedad mental implica también la ausencia de coherencia interna o de afectos pertinentes, por lo que existen reacciones que no se adecuan a la respuesta que es esperada ante algún hecho.
III- El continuo salud-enfermedad en los trastornos de la personalidad
Durante mucho tiempo se pensó la salud y la enfermedad mental en términos dicotómicos pero de forma progresiva fue adquiriendo importancia la noción de que no existe salud y enfermedad en términos absolutos sino dentro de un continuo con diferentes niveles de funcionamiento.
Bergeret (1980, pág 32), llegó incluso a mencionar que en estructuras patológicas estables como la psicótica puede existir una cierta forma de “normalidad adaptada”. Sin embargo, es preciso mencionar que para este autor, no pueden existir grados de normalidad en lo que hoy entendemos por ejemplo por patologías fronterizas ya que no se tratan de estructuras sólidas como la psicótica o la neurótica, sino de “organizaciones intermediarias” que poseen una inestabilidad profunda, no se encuentran estructuradas y luchan permanentemente contra la depresión mediante “artimañas caracteriales o psicopáticas que superan el marco de lo que hemos definido adecuado a los parámetros de <normalidad>” (Bergeret, 1980, pág 47).
Hoy en día, la perspectiva de “normalidad adaptada” de Bergeret se ha extendido a los trastornos de la personalidad ya que resulta claro que es muy difícil establecer el punto en que lo “normal” se torna “patológico” y que incluso sujetos que sufren un trastorno de la personalidad pueden presentar aspectos relacionales, cognitivos y emocionales que resultan adecuados y adaptativos.
¿Qué sería la “personalidad normal”? Es muy difícil encontrar una definición de la misma. Ricón (1991, pág. 69) denomina “personalidades pertinentes” lo que podríamos entender como “personalidad normal”. Se trataría de “personalidades que están integradas en la sociedad en la que viven, que pertenecen a ella no sólo porque son habitantes de una región, sino porque sus comportamientos se muestran adecuados a las pautas aceptadas por la mayoría sin que ello implique sometimiento, y también porque la organización de sus psiquismos supone cierta coherencia interna”.
¿Qué es un trastorno de la personalidad entonces? De acuerdo al DSM IV TR (pág XXI), se trata de “un síndrome o un patrón comportamental o psicológico de significación clínica que aparece asociado a malestar (por ej. dolor), discapacidad (por ej. deterioro en una o más áreas de funcionamiento) o a un riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad”.
Más allá de cualquier intento que es necesario realizar, lo normal y lo anormal siguen siendo conceptos que se nos escapan pero de los cuales se ha adquirido una progresiva conciencia de su complejidad y de la dificultad para establecer parámetros universales. Tampoco es cuestión de llegar a los extremos de la antipsiquiatría y postular que no existe ni una cosa ni la otra. Como sostiene Bergeret (1980) solemos oscilar entre dos vertientes opuestas: un imperialismo que se esmera en intentar conservar los privilegios de un supuesto ideal de normalidad y un rechazo hacia este término por considerarlo opresivo. Para este autor ¿1980, pág. 31? Como sostiene este autor, “este movimiento pendular (…) presenta el riesgo no sólo de volver mudos a esos profesionales, sino sobre todo, de hacerles perder todo coraje científico o toda capacidad de investigación” .
En lo que respecta a la personalidad, pueden reconocerse desviaciones extremas de los patrones normales sin demasiadas dificultades pero a falta de criterios objetivos y estadísticos se toman criterios pragmáticos. Gelder y colaboradores (2007, pág. 70) sostienen que “una personalidad está trastornada si causa sufrimiento al sujeto o a los demás”. En esta definición, quizás demasiado sencilla puede visualizarse la intención de avanzar hacia criterios más prácticos que teóricos.
Una personalidad sana abarca muchas personalidades de las que se describen como trastornos de la personalidad, aunque con un mayor grado de flexibilidad y equilibrio. Por ejemplo, en el caso del trastorno de la personalidad por evitación, Millon (2006, pág. 201) plantea variantes que se encuentran en los límites de la normalidad. El sujeto con una “personalidad sensible” es una variante que puede ser considerada normal con respecto a la personalidad evitadora. Se trata de sujetos que tienden a sentirse cómodos en entornos familiares y dentro de un grupo de confianza. Son muy sensibles a las opiniones y sentimientos de los demás y buscan su aprobación, transmitiendo sus sentimientos sólo cuando se sienten seguros. Muchos de estos sujetos son artistas o escritores. En cambio los evitadotes propiamente dichos tienen pocos o ningún amigo íntimo de confianza y evitan las relaciones interpersonales, son demasiado sensibles a la crítica y tienden un rendimiento por debajo de la media debido a su profunda ansiedad social.
En el caso de los pacientes compulsivos, existen también variantes normales y patológicas. De acuerdo a Millon (2006, pág. 239) “las variantes más normales presentarán los rasgos alterados que se describen en el DSM IV con menor frecuencia e intensidad, y algunos de esos rasgos más equilibrados pueden ser beneficiosos para el individuo”. Si bien se trata de sujetos perfeccionistas no pierden de vista el objetivo por los detalles y reconocen la importancia de la tener intimidad en las relaciones.
También en el trastorno narcisista de la personalidad parece haber una línea divisoria muy fina entre normalidad y patología. Como sostiene Millon (2006, pág. 348) “demasiado puede ser tan patológico como demasiado poco”. No es buena una visión deficiente de uno mismo pero tampoco una autoimagen hipertrofiada, de superioridad y arrogancia.
Los rasgos paranoides también son saludables, tratándose de una defensa sin la cual seríamos demasiado vulnerables a factores potencialmente peligrosos. Pero cuando esta alerta y desconfianza se amplifica más allá de lo adaptativo, el resultado es un trastorno de la personalidad.
De hecho, algunos de los trastornos de la personalidad pueden considerarse variantes más saludables de trastornos como por ejemplo, los psicóticos. Para Millon (2006, pág. 433), la mayoría de los analistas han considerado históricamente que los esquizoides, evitadotes y esquizotípicos se encuentran en el extremo no psicótico de un continuo en cuyo extremo e sitúa la esquizofrenia”.
Existen varios niveles de funcionamiento en estos pacientes. Algunos pueden tener un funcionamiento alto y encontrarse relativamente adaptados durante gran parte de su vida, aunque con muchas dificultades para formar relaciones estables, maduras y saludables. Otros, con un funcionamiento más bajo pueden presentar serias dificultades laborales y sociales.
IV- La personalidad y sus variantes Uno de los criterios para definir la normalidad, que se encuentra entre los más difundidos es el de la adaptación. Una personalidad normal es aquella que puede adaptarse, variar su conducta y actitud en cierto grado, de acuerdo a la situación en la que se encuentre. Se define una personalidad como anormal, cuando sus rasgos determinan que el sujeto tenga dificultades en la adaptación al medio y presente una relación distorsionada consigo mismo y con los demás, basadas en un patrón de rigidez y de pobreza de mecanismos de afrontamiento. Siguiendo este criterio de adaptación, se encuentra la definición de Ricón (19981, pág. 67) de “personalidades patológicas” como aquellas que “funcionan de modo tal que resultan inadecuadas en sus conductas y en sus reacciones ante las situaciones que deben enfrentar”.
Otra característica de la “anormalidad” en el contexto de los trastornos psiquiátricos, es la tendencia a la regresión. Los sujetos presentan pautas infantiles, que pertenecen a etapas anteriores de desarrollo y que desde un punto de vista psicodinámico también puede visualizarse en el empleo de primitivos mecanismos de defensa que deberían haber cedido el paso a mecanismos más avanzados.
Volviendo al problema planteado al principio del trabajo sobre un criterio cuantitativo de enfermedad mental, Kernberg (1984, pág. 68) se pregunta “¿cuán intensa debe ser la perturbación para que requiera llamarse un trastorno?” Define los trastornos de la personalidad (1984, pág 68) como “constelaciones de rasgos del carácter anormales o patológicos, de intensidad suficiente para implicar una perturbación significativa en el funcionamiento intrapsíquico, interpersonal o ambos” (subrayado nuestro)..
V- Criterios para el diagnóstico de los trastornos de la personalidad
En los sistemas de clasificación, cada TP se describe a partir de rasgos específicos. De acuerdo a Valdivieso (2005, pág 137), un rasgo “es una inferencia que hace un observador a partir de las características comunes de una conducta, un estilo de pensamiento y un patrón afectivo”. Se tratarían de las cualidades y defectos de cada sujeto. Un conjunto de rasgos que son disfuncionales conforman un tipo de Trastorno de la personalidad, de la misma manera que un conjunto de síntomas y signos conforman una enfermedad”. Importa destacar que no es suficiente una conducta aislada para determinar la presencia o ausencia de un rasgo. Sin embargo, es necesario mencionar que los sistemas de clasificación emplean a menudo descripciones que resultan parciales definiéndolas como rasgos de la personalidad.
Los trastornos de la personalidad se distinguen, de acuerdo a Millon (2006, pág. 13) por tres características: 1) una estructura frágil con dificultades adaptativas en condiciones de estrés. Esto se debe a que a diferencia de la mayoría de las personas, estos sujetos no cuentan con un repertorio variado de estrategias de acuerdo a la situación que viven sino que emplean rígidamente algunas pocas de ellas en todas las situaciones a las que se ven expuestos. 2) Muy relacionada con la anterior característica: inflexiblidad desde el unto de vista adaptativo. Estos sujetos exigen a cambio que sea el contexto el que se flexibilice con ellos y cuando no lo logran, entran en crisis. 3) Los repertorios patológicos se repiten una y otra vez, ocasionando nuevos problemas en un círculo vicioso.
De acuerdo al DSM IV, cuando un conjunto de rasgos supone una variante que se aleja de manera importante de las expectativas culturales donde se encuentra inmerso el sujeto tornándose inflexibles y desadaptativos y causan deterioro funcional significativo o malestar subjetivo, es que puede hablarse de la presencia de un trastorno de la personalidad.
En el CIE 10: la Clasificación estadística internacional de las enfermedades y trastornos relacionados con al salud, los trastornos de la personalidad deben incluir para su diagnóstico, la perturbación de larga duración de varias áreas de funcionamiento, una conducta desadaptativa generalizada, un considerable malestar general (aunque puede sólo estar presente en fases avanzadas del trastorno) y, a veces, problemas en el trabajo y conducta social.
Otra característica de los pacientes con trastorno de la personalidad es la egosintonía: éstos pacientes no perciben que algo “malo” está ocurriendo consigo mismos sino que es el entorno y las personas que lo rodean quienes deberían comenzar a actuar de otra manera. Se trata de patologías egosintónicas. Ven sus dificultades interpersonales como un conflicto generado más por los otros más que por sí mismos.
Los estudiantes suelen considerar que la tarea de diagnóstico de los trastornos de la personalidad es muy difícil dado que la mayoría de los rasgos que se presentan en los manuales también están presentes en individuos comunes. Cualquier persona presenta rasgos paranoides como desconfianza en determinadas situaciones (caminando sólo de noche por la calle) puede resultar obsesivo cuando estudia para un examen, dependiente si se encuentra enfermo o histriónico al intentar conquistar a alguien, etc, pero se trata de estados situacionales y no fijos e inamovibles. Una característica esencial entonces de los trastornos de la personalidad es la rigidez de los rasgos, de modo que estos sujetos no logran “acomodar el cuerpo” a la particularidad de cada situación. El repertorio de comportamientos y mecanismos de afrontamiento es pobre e inflexible, lo que provoca que la disfunción sea global y no esté limitada a una situación particular. Un ejemplo claro es la diferencia entre el fóbico social (Eje I, Trastornos de ansiedad) que tiene dificultades cuando se enfrenta a un público o a personas desconocidas y no en situaciones familiares y el TP por evitación cuyas dificultades son bastante más globales. Hay que preguntarse entonces hasta qué punto los problemas del paciente son provocados por su personalidad y hasta qué punto han sido producto de circunstancias o factores causales.
Conclusiones Sólo puede diagnosticarse un trastorno de la personalidad tras haber obtenido antecedentes completos del paciente, haber tenido contacto con terceros (ya sea familiares u otros profesionales) a fin de obtener datos del funcionamiento del paciente. Como estos trastornos son egosintónicos (el sujeto no es consciente de su aflicción, aunque sufra por sus consecuencias), es fundamental hablar con terceros para determinar el grado en que la persona tiene problemas interpersonales.
Para evaluar la personalidad del paciente es necesario recurrir entonces a diferentes fuentes de información, tales como: 1) la descripción de lo que hace el paciente de su personalidad, 2) la conducta del paciente durante la entrevista, 3) el relato del paciente de su conducta en distintas circunstancias y 4) las opiniones de familiares y amigos.
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