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Revista del Área de Psicopatología de la Facultad de Psicología de la UdelaR (Uruguay)

 

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/PSICOANÁLISIS/

Políticas

 

Álvaro Couso

 

 

 

 

 

“hacéis un desierto y lo llamáis la paz”

                             Tácito

 

 

“... en una tierra donde el solo hecho

de estar presente era una injusticia tremenda”                                                                                                   

                              J. Le Carré

 

 

 

 

Anochece, detenido en un paso a nivel, observo al costado de las vías del ferrocarril a un grupo de jóvenes, aparentan entre nueve y doce años, portan bolsas plásticas, cubos, envoltorios diversos, se amontonan, los rodean varios policías. Charlan, las caras son circunspectas, los movimientos medidos. Los agentes se retiran, entre ellos estalla el júbilo, ríen, se hablan a voces, gesticulan. Zafaron, por esta vez zafaron.            

Cuenta un analizante que conmovido en el viaje de su casa al consultorio, no ha podido dejar de dar limosnas. Frente a las mismas situaciones, madres con bebes en brazos, viejos harapientos o bien vestidos que extienden sus manos, cuerpos que se arropan con algunos diarios contra el zaguán de un edificio, ha permanecido en otras oportunidades en la mayor de las indiferencias. 

Un noticiero televisivo muestra un basurero donde entre las ratas, sobreviven varias familias, en la calle un anciano aconseja a dos jovencitas que acurrucadas, lloran.

No hace mucho tiempo atrás, se escuchó a un ministro de economía, diciendo “hay provincias que son inviables” El eufemismo ¿a qué hacía referencia? ¿ A los espacios geográficos, condenados por sus particularidades orográficas o climáticas, a las modalidades más o menos perimidas de producción, a necesidades migratorias que generaran la necesidad de poblar esos territorios, a sus administraciones, acaso a pensar que esas provincias escapan al destino del país en su conjunto? ¿O escondía el fin real de quienes las habitan? La inviabilidad expresa la descripción aséptica, y el uso de un lenguaje que permite las mayores barbaridades escondidas en los pliegues de la retórica. Las palabras han dejado de ser el testimonio necesario, obligado y se despliegan en un campo de ficción irresponsable. Se articula una lógica que vacía los contenidos y las formas, y aquello que el lenguaje no dice, lo que se reprime, emerge sintomáticamente.  Todo se banaliza, y el eufemismo constituye una suplencia que nombra. Denunciando ese estilo, afirmo que cada uno de aquellos que constituyeron el marco, el comienzo de este texto, esos jóvenes, los viejos, las madres y sus niños de pecho, los vagabundos, los sin techo, los sin trabajo,... ESTAN SIENDO ASESINADOS, porque no hay cabida para ellos en el mundo, en este mundo que habitamos, en ese nuevo mundo que se ha creado. Ese no futuro, ese sin destino, ese fuera del tiempo en el que han sido puestos, esa imposibilidad que remite a la “inviabilidad”, subraya una y otra vez el hecho de que esos cuerpos, han sido despojados de toda realidad vital. La vida no posee otro soporte que la subsistencia. Una subsistencia de la precariedad, del despojo, de la más acérrima indignidad. ESTAN MUERTOS. Y ese escenario donde estas acciones se despliegan, nos muestra los más siniestros fantasmas que podemos imaginar. Porque para todos aquellos que no podemos apartar nuestra mirada de ese “espectáculo”, para todos aquellos que por la razón que fuere no podemos ser ajenos, algo allí se nos dice, algo retorna en una imagen especular que no admite definitivamente la diferencia. Y aún, si no fuera más que por lo intolerable de nuestros propios fantasmas en juego, no hay resignación posible, porque más allá de cada uno, ese otro es otro y estamos asistiendo a su aniquilación como si nos encontráramos en un teatro del que cuando acabe la función podremos irnos, no sin nuestros sentimientos a flor de piel, sin la critica más vigorosa y nuestra solidaridad expresada a quien nos escuche, pero tratando de creer que somos diferentes, que esa realidad nos es extrema y definitivamente ajena. En la paradoja, esa otridad, que el otro aporta con la opacidad de su rostro, de su cuerpo, se interroga al punto de perderse ante su ausencia, no dejando más que un vacío. Lo terrible de la muerte, ya lo había dicho Freud, no es la muerte propia, de la que no tenemos representación, sino la del otro, la que se nos impone sin ningún tipo de mediación. Y el futuro, ese en el que la muerte se nos promete, eso que alejamos, y que esperamos en la negación que no ocurra, adviene en el instante que comprobamos la inexistencia del otro. Ese porvenir que el otro encarna, esa necesariedad de la que extraigo su razón y mi propia condición, se extingue inexorablemente ante su ausencia, en ello radica el anacronismo de la muerte. Para E. Levinas la “responsabilidad” que se extrae de la libertad, no es la de hacerse cargo de la existencia propia, como sostenía Heidegger, sino de la “indigencia ajena.” Esa pobreza, esa falta radical, esa carencia constitutiva de medios, la precariedad de ese extraño, que incluso puede parecernos impropio o de una naturaleza diferente, nos devuelve moebianamente nuestra propia verdad. Dice el filósofo “La proximidad del otro”: “nunca soy libre en relación al otro”, “tenemos el mandato de  responder por la vida del otro hombre. No tengo el derecho de dejarlo solo en su muerte” En ella radica toda la experiencia ética de la relación con otro ser humano. Abriéndose a la muerte y al sufrimiento, a su corporeidad, a esa exterioridad radical, nos damos la vida. Esa responsabilidad  nos compromete a no dejar caer al otro, “nunca se hace todo lo posible.” La relación con el otro es la condición del ahora y del futuro, desanudado de él, sin su espejo, quedamos remitidos exclusivamente al Otro y a sus encarnaciones más siniestras, o al narcisismo suicida, a lo efímero del instante, al puro hedonismo. Este lazo con el otro que incluso nos trasciende en los determinantes que lo fundan, en las leyes en las que se sostiene, sólo es viable en una interdependencia profunda con el semejante y aún con quien no reviste imaginariamente su carácter. Aún con ese. He ahí la propuesta que novedosamente encarnó el cristianismo con los sucesivos desdoblamientos del primer mandamiento: “amarás a Dios por sobre todas las cosas”,  “amarás al prójimo como a ti mismo” y en su corolario necesario “amarás a Dios en tu prójimo” introduciendo con el ágape sobre la justicia del antiguo testamento, el amor inmotivado incluso prodigado al enemigo. Universalidad del mandato que no se centra en los méritos de aquel que se apega a la ley, sino en la comunión del amor. Intento fallido, que por sobre el odio, y coercitivamente desde el mandato divino, pretendió reducir la agresión entre los hombres. Sin desconocer la crítica que hiciera Freud en “El malestar de la cultura”, donde  interroga la posibilidad de tal desinteresado afecto a quien  no lo retribuye o que no es pasible de satisfacer las necesidades sexuales; en la creencia de una agresividad constitutiva de la subjetividad, y en la imposibilidad de reducir la pulsión de muerte o aún, con la complementación que hiciera Lacan en el Seminario V “Las formaciones del inconsciente” en su clase del 2/7/65, cuando al retomar la objeción freudiana pone el acento sobre el amor a sí mismo, subrayando la ambivalencia del sentimiento que nos prodigamos, y resalta justamente ciertos síntomas que caracterizan un maltrato hacia nuestra propia persona. A pesar de ello, si las instituciones y las formas de relacionarnos, no encuentran un más allá de nuestras propias realidades psíquicas, no por eso podemos dejar de buscar respuestas alternativas.

La afirmación de la que partía L. Wittgenstein de que “... ningún enunciado de hecho puede ser ni implicar un juicio de valor absoluto”  significa que tan sólo pueden transmitirse contenidos o sentidos de valor relativo, y que por lo tanto las ideas como la ética o el bien como valor supremo, no pueden ser abarcables. Esta imposibilidad lo llevó a concluir que estos enunciados constituyen una frontera del decir. Al considerar a los juicios absolutos como “sobrenaturales” y al no poder enunciarlos, no encuentra en su reflexión otra alternativa que “arremeter contra los límites del lenguaje.” En su “Conferencia  sobre ética” sostiene que ese arremeter contra el “lenguaje significativo” es un intento “desesperanzado” de traspasar ese límite. La ética como todo discurso que intenta abarcar sentidos absolutos, no constituye más que un testimonio de esa operatoria, el testimonio del impedimento.

El filósofo expone su tentativa desesperanzada, pero no resigna su acto. Encrucijada semejante enfrentó S. Freud en “El por qué de la guerra” cuando ensaya una respuesta a la pregunta que le formulara A. Einstein ¿Qué podría hacerse para evitar a los hombres el destino de la guerra? Luego de desplegar las condiciones de tal imposibilidad, llega tan sólo a proponer una actitud que define como “pacifismo orgánico”, “no podemos hacer otra cosa” dice escépticamente, que apelar al desarrollo de la cultura, a la sublimación, a lo mejor y a lo peor que ese proceso acarrea. Porque para la gente como él, las consecuencias de la guerra “no pueden tolerarse más”. Sugerente desliz, del maestro, que luego de avanzar sobre el análisis de la dificultad, de embestir contra la determinación que su propio desarrollo le propone, concluye con esa definición del “pacifismo orgánico” significando de este modo las modificaciones que sobre el cuerpo, que sobre el sujeto impone la represión y enfatiza ese otro destino de la pulsión, la sublimación, para arribar finalmente a una declaración de principios: “No pueden tolerarse”... Sugestivamente no dice que no se debe, no se trata del imperativo categórico, que por sobre cualquier condición determina lo que de allí en más es o no aceptable, sino de un condicional, de un no poder, de un no tolerar seguirse resignando a los efectos de la guerra. Convergentemente concluirá con una apuesta, la de oponer a los hacedores de la  muerte  su nombre, y el de todos aquellos que poseen un  compromiso con la vida. Es esta, a su vez, una constatación de la suprema dificultad que presenta  pensar, modificar y sustituir el deseo encarnado en acontecimientos capaces de aportar un interés y un goce tan inconmensurable. El mismo dilema afrontó J.Lacan cuando propuso como salida de la identificación devastadora a alguno de los rasgos del ideal, la creación de un “significante nuevo”, ese que produciendo un efecto de agujero provocase un pasaje de sentido al modo poético y que al operar como nominación, realice en la letra las resonancias más íntimas en las conductas y los pensamientos del sujeto,  corroyendo las certezas imaginarias que coagulan las representaciones de su yo.

Por fuera de cualquier facilismo de axiomáticas ideológicas, de verdades especulativas, por sobre declaraciones de buenaventura o determinaciones donde el bien tenga asegurado su triunfo definitivo sobre el mal, sin pesimismos, ni melancólicos o funestos presagios, con el rigor que la disciplina conduce, incluso con los límites propios para pensar estas realidades, las deducciones a las que se arriba no deben renegarse, por el contrario, exponiéndolas en toda su dificultad pueden instituirse en herramientas útiles para retomar una problemática que sigue acuciando.

Con un irrenunciable apego a sus descubrimientos, con un inmisericorde diagnóstico, J.Lacan les respondía en Vincennes, a aquellos exaltados estudiantes herederos del mayo parisino, denunciando en esa oportunidad que sus demandas no expresaban otra cosa que convertirse ellos mismos en plusvalía, y que aquello que en realidad proponían con sus actos era la instauración de un amo. “A lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán” decía el 3/12/1969. Sin duda la interpretación del analista, no tuvo buena prensa, sus comentarios fueron inmediatamente encasillados y destituidos por el anhelo irreflexivo y triunfalista de la época, por la imagen romántica de los héroes que como una exhalación del pasado, revivían la gloria de la Comuna y su gesta libertaria.

Testigo de su tiempo, afirmaba L. Aragón, el escéptico poeta comunista, “¿La Revolución Rusa?  No me impida Ud. encogerme de hombros. En el orden de las ideas es a lo sumo una vaga crisis ministerial.”

Años antes (1939) la comunidad judía en Londres le sugería a Freud en su exilio, ya enfermo, poco tiempo antes de morir, que no publicara “Moisés y el monoteísmo” por lo inconveniente de sus investigaciones y las conclusiones a  las que llegaba en su análisis, perjudiciales al sistema de creencias del  “pueblo elegido”. Sin embargo dice E. Jones  - “Vida y Obra de S. Freud”- “Pero para él la verdad era sagrada y no podía renunciar al derecho que tenía, como hombre de ciencia, de darla a conocer”

Más allá de las consecuencias, esa verdad a la que se arriba debe sostenerse. ¿Pero qué diferenciaría entonces esa posición de la de cualquiera que convencido de su certeza trate de defenderla y mantenerla a ultranza?  Podríamos afirmar sin ningún lugar a duda, que esa diferencia radica en la no-imposición. Ninguno de los autores que he mencionado como referentes de mi exposición intentaron obligar o coaccionar a nadie con sus dichos, escritos o con su práctica a seguirlos. A hacer lo que ellos, a remedarlos o a encolumnarse tras sus convicciones. “Hagan como yo no me imiten” decía el maestro, diferenciando entre el hacer de lo simbólico y la imitación, la reproducción de lo imaginario, privilegiando una práctica de lectura que volviera a poner en presencia, que actualizara las preguntas fundamentales que interrogaron a los autores. A esos “fundadores de discursividad”, como los llamara M. Foucault, -“¿Qué es un autor?”-, a aquellos que “establecieron una posibilidad indefinida de discurso”, y que propusieron un retorno a lo que está permanente y fundamentalmente presente en los textos como problema, o como no resuelto en los mismos. A perseverar en sus interrogantes. Y donde ese yo, que recibe los efectos de la acción, no sea el pronombre personal producto de las identificaciones imaginarias, sino el shifter, que viabiliza la posibilidad misma, y que al modo de ese feliz hallazgo que realizara el escritor argentino H. Libertella, “El árbol de Saussure”, nos permite leer en castellano, en nuestra lengua, “yo”, en su condensación y en su descomposición, en la conjunción que propone el “y” de la inclusión y la “o” de la exclusión, esa que en lo más propio de la auto-referencia hace que se constituya simultáneamente lo más ajeno a si mismo. Afirmación que radica en el borramiento del agente de la acción, donde no importa quien habla sino lo que se dice, donde se privilegia la existencia del discurso mismo. Coincidencia donde los autores de “Rhizome”, G. Deleuze  F. Guattari  pueden decir: “Non pas en arriver au point oú l’on ne dit plus je, mais au point oú ca n’a plus aucune importance de dire ou de ne pas dire je.” Punto crítico del narcisismo, en el que la referencia no cae sobre el sujeto sino sobre lo que produce, que no tenga ninguna importancia el quien, sino el que..., he ahí una dimensión ineludible de aquello que ponemos en juego, qué se dice. Es en este mismo sentido que en una ceremonia de homenaje, en una de las Universidades más prestigiosas de EE.UU. donde Muhammed Alí, alias Cassius Clay puede decir el poema más breve y más significativo de la lengua inglesa: “I / We.”

Si el yo es la mayor exterioridad a sí mismo, si yo es el otro de la alineación, no tenemos otra alternativa para pensarlo que referirlo inevitablemente a su alteridad, para ello tomaré como referencia el texto de 1921 “Psicología de las masas”. Allí Freud describe sistemáticamente por primer vez, el mecanismo de la identificación, sus características, modalidades y tipos que este proceso crea entre los hombres. Diferencia la identificación primaria al padre determinada por la introyección simbólica como fundante de la estructura; de la identificación al rasgo, esa que se produce en un momento de desestima, de desamor en el niño, y en el que todo el Otro se subsume en un trazo; discriminando por último la identificación al síntoma, aquella que es producto de las capturas imaginarias, a los signos del otro. A los efectos del desarrollo que vengo efectuando centraré la atención en la segunda de estas manifestaciones, ya que de ella se obtiene la comprensión de los fenómenos de masas, de la llamada “ psicología social.”

Freud partirá de dos grupos singulares, de “Dos masas artificiales: la Iglesia y el Ejército”. Para comenzar haré hincapié en el concepto de “artificial” ya que por su oposición a lo “natural”, caracterizará toda relación entre los hombres, su particularidad la configura la heterogeneidad, lo duradero y lo estable del vínculo en oposición a lo efímero y lo homogéneo de los agrupamientos naturales. Agregando en “Inhibición, síntoma y angustia”  un factor fundamental para las agrupaciones artificiales, que en ninguno de esos conjuntos hay lugar para la mujer como objeto sexual, el sexo disgrega. A fin de poder explicar las razones del agrupamiento de la masa, de ese particular conjunto, va a definir toda asociación humana, por la presencia de un jefe, de un padre que liga a través de él y por su amor, a todos los miembros. Este fenómeno  encuentra su viabilidad en la restricción del narcisismo y en el desarrollo de un lazo libidinal entre sus componentes, reconociendo como condición imprescindible para la unidad y la cohesión del grupo contar con un elemento externo al que se referirán por su diferencia y por su exclusión. Dos razones entonces, el líder o sus emblemas a los que todos se identifican y un extraño, por lo general un enemigo externo, al que se segrega. La primera de estas características ha traído como consecuencia en la lectura de todos los fenómenos de masas, que la responsabilidad de cada acto se subordine a la jerarquía desde donde la orden es impartida, que no exista la elección de un objeto o una acción que no esté fundada en el marco de sus premisas. Esa actitud presupone la pérdida de la responsabilidad, de la iniciativa, del empeño individual, no llevándose a cabo más que lo que desde la autoridad imperativamente se indica o sugiere y condicionando la disolución del conjunto a la desaparición o el desfallecimiento de su conductor, con el efecto disgregador o enloquecedor que presupone. La segunda, ha instalado sobre la base de la diferenciación, toda suerte de intolerancias, rechazos y repudios. La primera  y segunda guerra mundial ( con aproximadamente cuarenta y siete millones de muertos la primera y ochenta y dos millones la segunda), las guerras santas desde las Cruzadas contra musulmanes y judíos al exterminio de los indios americanos en el triunfo y en el fracaso de su catequización, la esclavitud de los negros africanos, la heredada segregación social y racial, el aparheid, la Inquisición, los ghettos, los Campos de concentración y de exterminio del fascismo (cuatro millones de muertos), los GULAG del estalinismo (quince millones de prisioneros)... Todas consecuencias necesarias del ideal sobre el que se crearon. De una selección y de una persecución a toda forma de diferencia, al fanatismo y la intransigencia. Espantan las cifras, lo que dicen y lo que esconden y el anonimato de tantos muertos, “La tumba al soldado desconocido” espanta. Coincido sin embargo con J. Saramago -“Todos los nombres”- cuando escribe ante la confusión de su personaje, frente a los sepulcros a los que se ha cambiado la identificación: “ ... los restos mortales venerados no son de quien se supone, la muerte así, es una farsa. No creo que haya mayor respeto que llorar por alguien que no se halla conocido.” Coincido en su propuesta, en el respeto por cualquiera que ocupe ese lugar de mi muerto, de la muerte, ofrezco mi respeto y  mi horror, repitiendo con M. Hernández “ no perdono a la vida desatenta./ no perdono a la tierra ni a la nada.”

Es significativa la constante apelación al discurso de la ciencia para justificar todas estas aberraciones. La eugenesia, por ejemplo, elevada de una categoría teórica a una práctica,   -desde el platonismo al darwinismo social-  que fuera aplicada por Lebenson y Himmler en la Alemania nazi, había encontrado ya antecedentes en Inglaterra y los EE.UU. A partir del año 1910 se habían sancionado leyes, -en más de 24 estados de la Unión- de esterilización a inadaptados sociales, enfermos mentales, y criminales, se habían prohibido los matrimonios mixtos (entre razas), y se había reducido el flujo migratorio, todo ello en pos de mejorar las condiciones de la especie humana, blanca y anglosajona. Se describen  experiencias similares en los viejos continentes, la castración de los niños practicada en China hasta al siglo XX, a fin de convertirlos en guardias eunucos de los dormitorios femeninos, o en Europa desde el siglo XVI al XIX, a fin de preservar ciertos tonos de voz en la ópera, sobre todo sopranos, y contraltos ya que los decretos pontificios prohibían las voces femeninas en el teatro. En nuestro siglo las políticas de segregación que sufren los inmigrantes que se desplazan de las colonias a la metrópoli cuando reinvierten los fenómenos de la “conquista”; la de los “inviables” con los que comencé esta exposición, que de ese modo son depurados cuanti y cualitativamente. Cambian los escenarios, el drama, los actores o incluso la trama de lo que presenciamos, sin embargo la estructura y el mensaje es el mismo. No se es, más que en el semejante, y el otro es convertido en el enemigo al que se puede usar, del que se pueden obtener beneficios diversos, goce o exterminar en las visiones más paranoicas.  

Confrontados a esta descripción de los fenómenos sociales de masa, encontramos que  es compleja cualquier alternativa que se proponga transformar aunque más no sea, alguna de estas realidades. No es que no existan antecedentes, sobre todo en el plano socio-político, sin embargo todas esas experiencias se han caracterizado por el fracaso. Todo intento de llevar adelante un lazo, una institución fundada en otras marcas, se ha frustrado frente a esta cuádruple e intrincada referencia: el padre-líder, el semejante, lo otro y aquello que los une, que los pone en relación. Pensar el fracaso, implica necesariamente, poner en consideración el objetivo que se persiguió y ponderar las alternativas morfológicas o dinámicas que surgieron. Al centrarse el problema en el omnímodo, al modo del fantasma más radical del obsesivo, la constante ha sido la prescindencia de la figura del líder, del conductor, la desjerarquización entre los miembros del grupo y la no discriminación de la tarea, la igualdad producida es sostenida voluntariosamente en la relación fraterna y en el asesinato imaginario del padre. Cuando la primogenitura, o los derechos de herencia no han sido las causas de la ruptura entre los hermanos, lo ha sido la intolerancia a cualquier rasgo que haga diferencia. Pasemos en este punto de nuestro desarrollo, de la masa y de su particular conformación a otras modalidades de agrupamiento, a fin de comprobar si rigen las mismas condiciones. Enfrentado a esta dificultad de la que testimonia en nuestro campo la institución psicoanalítica, por un lado, desde las ya legendarias “reuniones de los miércoles” a  la creación de una “Asociación Internacional”, y por otro,  la necesidad de formalizar el fin del análisis en la clínica, J.Lacan inventa algunos dispositivos e interroga el límite de la experiencia, proponiendo a la caída, al des-ser del analista, el sinthome y el saber hacer con, en el analizante. Para ello le fue necesario partir de la interrelación entre la práctica y el modo de pensarla. Ya desde su creador, se habían sentado las bases del  particular modo que adquiría su transmisión. Como no se trata de la comunicación de un saber, sino del hallazgo a partir de la propia experiencia, de lo que nos determina y por lo que gozamos, sólo sometiéndose a un análisis es posible generar las condiciones para su inteligencia. Razón por la cual muchas agrupaciones analíticas prohibían a sus candidatos la lectura de los textos de la disciplina, hasta haber transitado un trecho de su análisis, una determinada medida de tiempo en sus tratamientos. La justificación de tal prudencia se centraba en las resistencias que la operativa del análisis encontraba frente al conocimiento de la teoría.

Unos parágrafos atrás he adelantado que Lacan inventaba algunos dispositivos a fin de superar los obstáculos que fue distinguiendo en el ámbito institucional, propuso una ruptura entre los “grados y las nominaciones”,  el mecanismo del “pase” y los “cartels”. Con la primer discriminación, intenta a partir de su diferenciación dar una respuesta a la formación de los analistas, al didáctico, la creación  de una “comunidad” que fuese determinada por la experiencia de sus practicantes, una experiencia que poniendo en cuestión la transferencia, al Sujeto Supuesto Saber, reinscribiera la originalidad de una práctica que tiene en su esencia al analizante. Para ello afirmaba en la “Proposición del 9 de Octubre de 1967” que “Es preciso, pues, interrogar ese real para saber cómo conduce a su propio desconocimiento”. A la fijeza estatuaria de las “eminencias” que reniegan de la verdad del hallazgo freudiano, opuso  “lo que el psicoanálisis nos enseña”. Con el segundo –el pase-, destinado a aquellos que devendrían analistas, intentaba recrear en la singularidad de la experiencia freudiana, la producción teórica de aquello que  había surgido como efecto del análisis y las razones de su finalización. Induce a producir por primera vez, lo que aún siendo conocido en sus antecedentes, debería instituirse para cada quién, como una novedad. A su efecto el 15/12/77 decía, que no se trataba más que de  “reconocerse entre sombras”, arrebatadora afirmación que podríamos leer entre otras dos célebres frases, la de C.Pavese: “¿qué son los mortales sino sombras antes de tiempo?” y la de Píndaro: “Sueño del hombre...”.  Entre el sueño y la sombra, metáforas del deseo y lo efímero del ser, que no tiene más consistencia que la que le da la castración, ese reconocimiento pasa. Lacan elongando lalengua que en el deslizamiento homofónico permite el pasaje del saber a la sombra, “ se reconaitre entre s (av)oir” volvía a hacer hincapié en la particularidad de la transmisión. Aquello que el “pasante” enunciaba debía leerse no como un saber establecido, sino como una puesta en acto del saber del inconsciente. Dar cuenta de la finalización de un análisis conlleva un objetivo, formalizar el por qué, determinar la causa de su detención en ese punto donde la experiencia se suspende. Allí donde Freud encontraba el límite de “la roca de la castración”, Lacan intenta avanzar como ya señaláramos, con una retorificación de la práctica, los conceptos de “sinthoma”, y  de “savoir faire et avec” surgen como una consecuencia a este proceder y de ese modo lo que podía aparecer como una formalidad más o menos caprichosa de una institución en su funcionamiento, encuentra el fundamento más propio. Ambos conceptos permiten más allá de la repetición y por la invención, la creación de algo nuevo. Con el sinthoma, con la obra, esa que identifica a un sujeto y que como dice M. Blanchot en “L’ Espace littéraire” “forma una parte de él mismo de la cual se siente liberado y del cual la obra a contribuido a liberarlo” esa que no pertenece al proyecto intencional del autor, más allá de él, al inscribirse en el mundo como aquello que ha surgido de lo no pensado, como enigma, adquiere una independencia que aún remitiéndose a quien la ha creado, portando su nombre expresa sin embargo tantos sentidos como los que le otorga quien la descifra. En ese complejo proceso de construcción y deconstrucción que caracteriza a ese particular objeto, se establece además una intricada relación con lo que la nombra y con su ponderación artística. Esta obra, es el sujeto mismo que al hacerse uno con lo que produce caracteriza su existencia, “Madam Bovary” es Flaubert, como “La lección de anatomía” es Rembrandt, o “El lago de los cisnes” es Chaikovski. Identidad entonces entre lo que se hace y aquel que la nombra. El estilo hace al hombre. Cada una de estas expresiones es la conjunción de la pulsión y el goce estético. La otra referencia a la que hacía mención “el saber hacer con”: el sinthoma, deviene como consecuencia necesaria a la imposibilidad de liberar al sujeto de los efectos de la palabra. De allí se extrae la responsabilidad de saber hacer con el significante al fin del análisis, lo que quiere decir “desembrollarlo, manipularlo” al  modo de lo “que el hombre hace con su imagen”, es decir poder disponer de él, (Lacan  16/11/76) Ahora Bien, como puede observares será recién, sobre el fin de su vida, en las postrimerías de su enseñanza, cuando Lacan arriba al axioma imprescindible, aquel que más allá de la repetición posibilita la invención y que le permite sostener que puede   llegarse a prescindir del nombre del padre, a condición de servirse de él. Es así como a partir del Seminario XXIII, viabiliza esta alternativa, no tratando de ir más allá del padre, sino de poder prescindir de su nombre bajo la condición de ponerlo a producir. Todo el esfuerzo, toda la preocupación se dirigirá a que el nombre del padre no ocupe el lugar del sujeto supuesto saber, y manteniendo con él una operación de permanente cuestionamiento. La clínica constata que esta condición de “servirse de él” puede realizarse mediante una operación: la suplencia. Maniobra que sustituye el eterno amor al padre por los efectos de su creación, por un hacer, mediante una duplicación de la “realidad psíquica” del fantasma, de aquella con que leemos la neurosis. Por último los “cartels” constituyeron la forma de establecer un modo de relación de trabajo entre los analistas que por fuera de los efectos de grupo, de las transferencias imaginarias permitiera que fuese el proyecto encarnado en cada uno, aquello que los anudara. Es así que para ello, siguiendo el modelo del nudo borromeo, configura una reunión de tres más uno, que funcionará como causa y soporte del anudamiento mismo, fijando para estos agrupamientos como máximo la duración de dos años, al cabo de los cuales se esperará una producción de cada uno de los miembros que los conforman, cumplido este objetivo deberán disolverse, permutando, para conformar nuevos anudamientos. Como puede observarse todos estos dispositivos apelan a un trabajo, a la invención de un discurso, a la novedad de un lazo que sostenga una solución donde cada uno responda consecuentemente a la razón de esa producción. Ni la reproducción ad infinitum de lo mismo, ni el uno a uno de una singularidad disgregante, ni la infatuación de lo particular como advirtiera acabadamente Trevanian: “No caigas en el error del artesano que fanfarronea de veinte años de experiencia en su oficio, cuando de hecho únicamente posee un año de experiencia: veinte veces”, pueden generar la consistencia de dicho discurso, por lo cual con  irrenunciable convicción afirmamos que no existe creación sin la comunidad de la experiencia. Agreguemos, es imprescindible decir que todas estas experiencias encontraron los obstáculos propios, contra los que habían sido creadas, corroborándose que los resultados esperados, lejos de converger en el éxito de la apuesta, repetían las marcas de su origen. Es de sus efectos que el postrer Seminario de Lacan lleve por titulo “La Disolución”. Disgregación y nuevo anudamiento. Todo ensayo de afrontar nuevamente el desafío debe tener presente esta advertencia. La inscripción de este indecidible, entre la imposibilidad y lo contingente se configura en el límite de la escritura, entre aquello que “no cesa de no inscribirse”, lo real no se instala en el mundo ni en la lógica. Aquello que no existe y lo que “cesa de no inscribirse” es decir el encuentro del objeto en el mundo, el acto sexual, el no todo, entre esas dos modalidades de la verdad se despliegan estos actos. Hemos afirmado una intransigencia a toda resignación. A toda claudicación de constituir un discurso, un nudo, que más allá de sus equivalencias, inaugure una grey que no se constituya exclusivamente por su necesidad de reconocerse en un Otro, y en un Dios que en definitiva se declare ateo.